La educación en
cadenas
“Tal
vez me esperen sentados, tal vez hoy sí hayan publicado sus deberes en el blog”,
pensó antes de tomar el primer metro de la mañana, 6:05h. Había pasado la noche
en vela, no podía dejar de pensar en ella. Iba a medir sus palabras, le
controlaría, le grabaría sin cesar. Ya había llegado y se negaba a creer que
ella fuera la encargada de vigilarle.

A
partir de ese día, el aula se vestía con ella, bajo el pretexto de la seguridad
y el cumplimiento de la labor docente. Una cámara. Una cámara. Una cámara. ¿Por
qué una cámara en la clase? Se esfumó la intimidad, tanto la personal como la
profesional. Claro, ya lo entendía. Ésa era la mejor manera de controlar su
trabajo. “Quieren obligarnos a enseñar lo que a ellos les interesa”, reflexionó
en el silencio del metro, mientras veía el telediario en Facebook.
Una
señora de camisa negra y uñas azules, hechizada con el movimiento del metro, miraba
su maletín. Ahí escondía su clave. No podía entrar al instituto sin
identificarse. Una total identificación, una total seguridad. El ámbito académico
estaba teñido de política, se inculcaban unos ideales que se alejaban de la
objetividad. La vigilancia impregnaba su trabajo. Unos policías disfrazados de
conserjes obligaban a los alumnos a cumplir sus órdenes. Rectitud, disciplina,
sometimiento.
Cuando
abrió la puerta, alguien ya había colocado aquella intrusa en su clase. No
entendía por qué ella había entrado allí. Sabía que todo había cambiado y había
perdido su independencia como docente. “Profesor Asier, ¿por qué han instalado
esa cámara?”, preguntó una alumna, al mismo tiempo que escribía con la mirada
un mensaje en el móvil. Un terminal que le habían regalado en su primer
cumpleaños. “Además de exigirme que hable urdu, betoi, huetar y macedonio, y una
oposición eterna, quieren controlar mi trabajo”, respondió apesadumbrado.
Muy bueno aunque espero que no llegue nunca esa realidad en el aula.
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