Apoyado
en una mugrienta pared, me refugiaba a duras penas del bravo Vendaval y de su
compañera Lluvia, que, para mayor desgracia mía, habían vuelto a salir juntos
tras pasar una temporada separados. Eran las nueve y media de la noche. Además,
hacía frío en aquel maldito mes de marzo. Pasaban seis horas ya desde que el
último trozo de comida visitara mi estómago. Pero lo peor de esta inacabable y
asquerosamente repetitiva jornada en la universidad era que todavía tenía por
delante quince minutos hasta que ese destartalado instrumento de tortura se
dignase a asomar por su parada y me llevase brincando de vuelta a casa. «Elegí
un mal día para dejar de fumar», pensaba para mis adentros.
En
esas me encontraba, hastiado, sin tener otra cosa que hacer, cuando comencé a imaginar
cómo sería la educación en el 2030. Y no es que pensase en esa fecha porque sí.
Se trataba de un ejercicio que debía hacer para una asignatura del máster que
cursaba. ¿Y qué podía salir de mi cabeza en aquel estado de “acaloramiento” progresivo?
Nada amable.
Y
así fue. Primero, me autoexcité pensando que en el 2030 todavía habría algún
máster que se impartiría de forma presencial y haría necesario perder al
estudiante de turno tres magníficas horas de vida en idas y venidas, de casa a
la universidad y de la universidad a casa (sin contar, además, con el hecho de
que algunos autobuses seguirán encontrándose en un lamentable estado de
conservación).
Seguí
flagelando a mis nervios cuando pensé en las becas de educación. ¡Qué tema
éste! Me provocaba sin remedio. Imaginé que en el 2030 tampoco sería agraciado
con el Gordo de la beca: pertenecería a esa clase media trabajadora que ni
tiene el suficiente dinero como para vivir holgadamente y pagarse cuantos
estudios sean necesarios, ni tiene (o dice tener) tan poco como para que le
suelten un auténtico dineral a fondo perdido con el que pagar la matrícula,
comprar ropa, contratar viajes, salir de fiesta, etc. Papá Estado me penalizaba
por trabajar.
Acabé
de fustigarme cuando pensé en que para ese año de 2030, ya se habría cambiado
dos o tres veces de gobierno en España, lo que implicaría, irremediablemente,
otros tantos cambios en el pobre sistema educativo de nuestro país. Mi
licenciatura quizás ya ni valiese y tendría que hacer uno de los llamados
“cursillos de reciclaje”, que no era más que un eufemismo para nombrar algo tan
castizo como sacaperras (y sin beca, claro).
Con
los cursillos sacaperras todavía pululando por mi mente, la atracción de feria
llegó. Subí, escogí un asiento decente donde sentarme y me coloqué los
auriculares para escuchar la radio durante el trayecto. Al menos, ya no había
viento ni había lluvia. Pero, antes de encender la radio, pensé, de nuevo, en
la educación del futuro. Consecuentemente, me volví a irritar. Y solo pude concluir
una cosa: «Elegí un mal día para dejar de fumar».
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